Cuenta una leyenda que el rey Pigmalión esculpió una estatua de la que era para él la mujer perfecta. Le gustaba tanto su obra que llegó a enamorarse de ella y deseó que fuera real. Su deseo se hizo realidad gracias a la diosa del amor, Afrodita, quien convirtió la estatua en una mujer real. Galatea, así se llamaba ella, se convirtió en la esposa que el rey Pigmalión siempre había deseado.

En psicología se usa el término ‘efecto Pigmalión’ para describir la relación que hay entre las expectativas que se tienen sobre una persona y la probabilidad de que se cumplan. En el ámbito escolar podemos destacar el estudio de Robert Rosenthal y Lenore Jacobson, quienes midieron el coeficiente intelectual de los niños y niñas de una escuela de California. Posteriormente comunicaron a los profesores qué alumnos iban a destacar. Pero no lo hicieron según los resultados del test, sino al azar. A final de curso comprobaron que aquellos niños elegidos al azar habían mejorado su rendimiento académico y su coeficiente intelectual. Su progreso fue superior al de los alumnos que no fueron seleccionados. La conclusión que se extrajo de este estudio fue que las expectativas de los docentes sobre los alumnos influían sobre estos. Los autores del estudio señalaban cuatro factores claves que conducían a ese resultado: un clima emocional más cercano, más materia (al pensar que el alumno estaba capacitado para asimilarla), más preguntas y oportunidades de respuesta, y más elogios.

En el caso del estudio mencionado podemos hablar de ‘efecto Pigmalión positivo’, ya que la valoración y el reconocimiento del profesor hizo que los alumnos mejoraran su rendimiento y sus resultados académicos. Pero también existe el ‘efecto Pigmalión negativo’, es decir, si le decimos a un niño que no sirve para algo, podemos condicionar que así sea, ya que es posible que deje de intentarlo.

Por ese motivo es importante reflexionar sobre cómo nos comunicamos con los alumnos, las expresiones que hacemos servir y las expectativas que tenemos puestas en ellos.